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Mi colegio

  • Foto del escritor: Carmen Liñán Grueso
    Carmen Liñán Grueso
  • 13 dic 2019
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 23 ago 2021

Antes de que mi memoria se pierda, cosa que espero que tarde mucho, me gustaría preservar mis recuerdos. Hay uno en particular, por eso es el primero que escribo, que quiero guardar: mi colegio.

Yo me crié en un barrio humilde de un pueblo del área metropolitana de Barcelona, Sant Feliu de Llobregat. Llegué allí con seis años y empecé a ir al colegio Modelo, al final de la misma calle donde vivía. Los primeros años, ese colegio y esa calle eran mi mundo entero. Claro, con seis, siete, ocho, nueve años, no podía alejarme mucho a explorar. Luego, poco a poco, fui descubriendo que el mundo es más grande, pero esa es otra historia.

Eran los años 70, cuando los niños jugaban en la calle, las tardes de verano eran largas y no nos llevaban a tantas actividades extraescolares.

Como decía, ese colegio y esa calle eran mi mundo. Y lo compartía con otros niños de mi edad, mayores y menores. Niños de clase humilde, como yo, que jugaban al fútbol en un descampado de tierra, donde dos piedras eran las porterías. Niños que compartían conmigo esas aulas masificadas (había un promedio de 40 niños por aula), ese patio enorme y esos profesores, armados de paciencia, que intentaban domesticarnos.

Eran otros tiempos: los profesores fumaban en las aulas, los alumnos con necesidades educativas especiales no tenían apoyo específico, un profesor con 40 niños... allí estudiaba el que realmente quería hacerlo. No había tiempo para más; pero aun así, tuvimos la suerte de que nos tocara una nueva hornada de maestros, recién salidos de la facultad, con muchas ganas de transmitirnos una idea de libertad y de amplitud de miras, que cambió para siempre nuestra manera de ver la vida.

Eran un grupo de adultos que no estaban allí sólo para dar órdenes, sino que nos explicaban el porqué de las cosas, y nos dejaban margen de decisión. Se interesaban verdaderamente por nosotros, empleando su tiempo libre en formar grupos musicales, de pintura y de muchas otras cosas, en un intento por sacarnos de aquellas calles, que ellos consideraban peligrosas.

Aunque ya no vivo allí, tengo la gran suerte de conservar el contacto con muchos de aquellos niños que compartieron aulas y calle conmigo. Una vez al año nos juntamos y recordamos las trastadas que hacíamos y lo felices que éramos. En estos encuentros se une a nosotros uno de aquellos profesores, Don Manolo, que escucha nuestras historias de infancia traviesa y que nos vuelve a regalar su tiempo y sus experiencias.

Es uno de esos momentos que proporcionan calidad de vida y, al menos yo, lo marco como uno de los acontecimientos importantes del año.



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